La Bauhaus: el movimiento que cambió el siglo XX

En la Alemania de 1919, tras la Gran Guerra, entre ruinas y esperanzas renacidas, emergieron un grupo de jóvenes y profesiores que lo mismo iban cubiertos de pintura hablando de geometría, como con túnica predicando espiritualidad cromática y haciendo cestería como si fuese la cosa más natural del mundo. Ese extraño ecosistema tenía nombre: Bauhaus, “casa de construcción”, un título modesto para el laboratorio creativo más influyente del siglo XX. En este blog, hemos mencionado innumerables veces la importancia de este movimiento que ha sido transversal en la historia del diseño, la arquitectura, el arte, la artesanía y, en general, la cultura occidental.

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Imagen tomada alrededor de 1926, con Walter Gropius (en el centro), Josef Albers, Anni Albers, Herbert Bayer, Marcel Breuer, Lyonel Feininger, Paul Klee, László Moholy-Nagy, Oskar Schlemmer y Vassily Kandinsky, entre otros. 

El origen de la Escuela de la Bauhaus

Walter Gropius, arquitecto, urbanista y diseñador, con ideas más grandes que los edificios que proyectaba, decidió que la nueva Alemania necesitaba más que ladrillos: necesitaba personas capaces de unir cabeza y manos, arte y oficio, razón y delirio creativo. Su propuesta era simple y revolucionaria a la vez:
artistas y artesanos debían ser una sola cosa. Nada de torres de marfil, nada de genios aislados: todos a los talleres, todos mezclados, todos creando.

En el folleto fundacional proclamó: “¡Arquitectos, escultores, pintores, todos somos artesanos!”. Y más de uno bajó de su pedestal para aprender carpintería, metal, cerámica o encuadernación. El lema implícito era: si no puedes construirlo con tus manos, quizá no deberías diseñarlo.

Ballet Triádico (Triadisches Ballett) de Oskar Schlemmer, una vanguardista performance desarrollada en la Bauhaus en 1922. 

Una galería de personajes excéntricos

El primer Bauhaus fue un festival de personalidades. Estos fueron algunos de los maestros más insignes:

Johannes Itten, calvo, en túnica, fervoroso practicante de una mezcla improbable de mazdeísmo, vegetarianismo radical y disciplina espiritual. Caminaba por los talleres como un gurú proto-hippie animando a los alumnos a buscar su “punto interior” antes de coger un pincel.

Kandinsky y Klee, que parecían dos alquimistas del color: uno obsesionado con la espiritualidad de las formas, y el otro con convertir líneas en poesía visual.

Theo van Doesburg, infiltrado neoplasticista, que no era oficialmente profesor —Gropius no lo quería de inicio— pero terminó revolucionando la estética de la escuela con su evangelio de líneas rectas, simplicidad y precisión casi quirúrgica.

Con semejante fauna, no es extraño que el ambiente fuese eléctrico. Los talleres eran un hervidero, y las fiestas legendarias —blancas, metálicas, de cometas— algo así como performances colectivas donde corrían disfraces, alcohol y creatividad.

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Principios de la Bauhaus

La Bauhaus no era una corriente estética, sino una actitud. Sus principios fueron siempre claros y radicales. He aquí algunos de los principales.

La forma sigue a la función: nada existe porque sí. Cada curva, cada ángulo, cada color tiene un propósito.
Materiales sinceros: hierro que parece hierro, vidrio que parece vidrio. Nada de esconder lo esencial.
Minimalismo sin aburrimiento: reducir no es empobrecer, es afinar.
Gesamtkunstwerk: la “obra de arte total”. Arquitectura, objetos, espacio y vida tenían que encajar como piezas de un mismo mecanismo.
Tecnología a favor del arte: los prototipos salían de talleres donde máquinas y artistas compartían mesa.
Economía de medios: precisión, eficiencia, sensatez. Nada de ornamentos de más.

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Edificio de la Bauhaus en Dessau

Las tres vidas de la Bauhaus

Weimar (1919–1925): la epopeya espiritual

La ciudad de Weimar acogió el experimento original: idealista, artesano, festivo, casi místico. Aquí se sentaron las bases y se abrió el camino interdisciplinario entre artes visuales, escénicas y aplicadas. Schlemmer dirigía el taller de teatro, donde actores se convertían en esculturas vivientes y la geometría se volvía coreografía.

Dessau (1925–1932): la era dorada

En los albores del nazismo, la escuela fue expulsada de Weimar por políticos que no entendían tanta efervescencia juvenil, y se trasladó a Dessau.
Aquí llegaron los años de apogeo: el mítico edificio diseñado por Gropius, los objetos industriales, los prototipos reproducibles. Las lámparas, sillas, tipografías y edificios icónicos nacieron en esta etapa.

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Archivo de la Bauhaus en Berlín

Berlín (1932–1933): la resistencia

Acorralada por los nazis, la escuela se trasladó a una fábrica abandonada en Berlín.
Duró poco: en abril de 1933 fue allanada, humillada y finalmente disuelta. Para rematar, el régimen organizó una exposición de Entartete Kunst (“arte degenerado”) donde la Bauhaus ocupaba la mesa de los acusados.

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El papel de la mujer en la Bauhaus

Las mujeres de la Bauhaus desempeñó un papel tan esencial como infravalorado en su momento. Aunque la escuela se proclamaba progresista y “sin diferencias entre artistas y artesanos”, muchas alumnas descubrieron pronto que la igualdad tenía límites muy concretos: se les empujaba hacia talleres considerados “femeninos”, como el textil, mientras sus compañeros eran orientados a metal, arquitectura o carpintería.

Sin embargo, lejos de conformarse, figuras como Anni Albers, Gunta Stölzl, Marianne Brandt o Otti Berger transformaron esos espacios en auténticos laboratorios de innovación. Albers convirtió el telar en una máquina de pensamiento moderno. Brandt abrió las puertas del taller de metal —un territorio casi exclusivo de hombres— y diseñó algunas de las obras icónicas de la escuela. Su contribución no solo rompió techos de cristal dentro de la Bauhaus, sino que redefinió el diseño moderno al demostrar que las disciplinas “menores” podían producir ideas mayores. Sin ellas, la Bauhaus habría sido mucho menos audaz, menos rica y, sin duda, mucho menos revolucionaria.

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El final que no fue final

Hitler, un artista frustrado con fobia al modernismo, no soportaba a la Bauhaus: había demasiados intelectuales, judíos, rebeldes y soñadores. Así que la cerró.
Pero la Bauhaus no cayó, se dispersó.

Gropius partió a Inglaterra y luego a Estados Unidos. Mies van der Rohe cruzó el Atlántico. Albers, Breuer, Bayer y tantos otros se desperdigaron por América, Israel, Suiza… y cada uno llevó consigo un pedazo del espíritu bauhausiano. Era imposible extinguir algo que tenía tanta energía acumulada.

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El legado: del té al iPhone

Hoy la Bauhaus está en todas partes, aunque no siempre lo notemos: en las sillas que parecen flotar en el aire; en las tipografías limpias de cualquier cartel contemporáneo; en los rascacielos de vidrio y en las casas de líneas puras. En Ikea, sin duda, y también —por qué no decirlo— en Apple.

La Bauhaus cambió la forma en que pensamos el diseño: nos enseñó que un objeto sencillo puede ser un manifiesto, que la belleza puede ser práctica, que el arte puede mejorar la vida cotidiana.
Y que una fiesta temática, bien hecha, también es una obra de arte.

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